Aquí os dejo el relato que resultó ganador del concurso de relatos cortos de ACAFAD /Asociación Caudetana de Familiares y Amigos de Drogodependientes) "Sin Drogas". Muchísimas gracias a la Asociación por el premio, y deciros que hacéis una labor encomiable y que no tiene precio! Ánimo y siempre hacia adelante!
Blanco entró en el bar. Pidió una cerveza a Naranja y en seguida apareció
Negro, quien pidió otra cerveza y se sentó a su lado, en una de esas banquetas
de polipiel marrón que hacían tanto ruido cuando te sentabas o levantabas.
Blanco y Negro eran amigos.
Negro, después de apurar medio botellín, le dio un golpecito que nadie
notó en el codo a Blanco y le guiñó un ojo. Se levantó y fue al baño. Blanco le
siguió. Los dos entraron en la segunda cabina de las tres con retrete con las
que contaba el aseo para chicos del bar, y Negro cerró la puerta con pastillo.
Bajó la tapa del excusado y sacó de su bolsillo una bolsita de plástico. Vertió
su contenido: un polvo blanco y brillante en la tapa del retrete, y extendió
dos líneas de idénticos longitud y grosor sobre la superficie sucia beige.
Pidió a Blanco que sacara un billete; éste lo hizo: de cinco euros; y Negro
hizo un canutillo con él para esnifar el polvo blanco… después de hacerlo pasó
el billete enrollado a Blanco y cambiaron el sitio. Blanco se agachó y, un
momento antes de imitar a Negro y esnifar la raya que le tocaba a él,
reflexionó y su mente saltó en el tiempo…
Primer Salto: dos horas después.
Blanco ha
llegado a casa. Francamente no se lo estaba pasando bien; se ha pasado la
última hora mirando a Naranja, luego a su vaso de ron con cola (casi siempre
lleno e incapaz, por más que Blanco lo devorara con ansia beduina, de quitarle
la sed), y de nuevo a Naranja. Sin disfrutar de la música. Sin hablar con nadie
con la lengua pegada literalmente al paladar y la mente ciega y totalmente
ausente. Ahora mira el techo sobre su cama: oscuro. Es la nada, el vacío
admitido que rodea el insignificante planeta en el que habita. No puede dormir.
Da doscientas treinta y cuatro vueltas sobre sí mismo. A pesar de no hacer
calor, Blanco está sudando; y el insomnio agudiza esa sensación húmeda y
pegajosa de auténtico agobio. La agonía crece, y con ella se desvanecen con
mayor seguridad las probabilidades de dormir cuanto antes. De que se cierren
los párpados y se contraigan las enormes pupilas. De que termine de una bendita
vez la paranoia. Piensa en Naranja; en la cara que ella ponía… de asco, de
animadversión, de repulsa… piensa en sí mismo. No debería haberlo hecho; pero
sin embargo lo hizo. Y ahora no puede dormir. Le falta cama, le sobra vicio. Y
jura que no volverá a hacerlo. Siente rabia. Se odia.
Blanco es una
croqueta de carne flácida con rebozado de sábanas suplicando a un tácito dios
que lo lleve a los arrullos de un falsificado Morfeo.
Segundo Salto: dos años después.
Blanco no se
concentra. Tiene el examen de segundo de dibujo técnico delante pero las líneas
en su mente todas están torcidas. Golpea insistentemente y sin ningún sentido
con el cabo superior del lapicero la tabla mate de su mesa. No se acuerda de
nada por más que lo intenta. Coge el cartabón, lo pasea sin saber realmente el
motivo de tal acción por encima del papel en blanco y se desespera. Sabe que el
año que viene, sin el ochenta por ciento de los créditos aprobados, le denegarán
la beca. Y su padre volverá a preguntarle qué le pasa… que está raro… que no es
posible… que se busque un curro en el pueblo de lo que sea. Y tendrá que
abandonar la ciudad y la carrera.
Se pone en pie.
Olvida el examen. Año perdido… baja a la cafetería de la facultad y se pide una
cerveza. Se dice que le vendrá bien relajarse. Anteayer le pasaron una papela,
por lo que va al baño y repite el ritual de los dos últimos años. Casi siempre
a solas. El examen, después del dilatar de pupilas y el subidón, ya no le
importa. Siempre quiso construir puentes… y no es consciente, cerveza en mano y
garganta encorsetada, de que lo más cerca que estará de ello será acarreando en
sus hombros una de esas pesadas piedras.
Como un esclavo
nubio en Abu-Simbel. Como debajo de los cimientos del mundo la espalda rocosa
del titán Atlas.
Tercer Salto: diez años después del primer
salto.
Blanco es una
sombra de la ilusión de lo que Blanco era. Blanco tiene seis kilos de menos. Y
pronunciadas ojeras. Blanco casi nunca se afeita. Y casi siempre lleva esa
maldita camiseta de cuando España ganó su segunda Eurocopa. Blanco no tiene
gato ni novia. A Blanco las deudas de la coca le agobian…
Ha tenido que
irse del pueblo. Sus padres, se lo contaron el otro día a un amigo común en la
cafetería que hay frente al hogar del pensionista, ya no saben qué hacer con
él… ha salido dos veces limpio del centro, y todas ha vuelto a caer. Blanco no
distingue a veces un día de un mes. Dicen que se ha ido a vivir con un colega…
otros que duerme en la furgoneta que antes utilizaba su padre para llevar los
utensilios de la obra y la caja de herramientas. A Blanco le falta el incisivo
superior derecho y un par de muelas y todavía no ha cumplido los treinta.
A Blanco el
camello del barrio se la tiene jurada.
Cuarto Salto: dos décadas después de la
noche con Negro.
Blanco no juega
con los hijos que no pudo tener, debido a los ratos perdidos metiéndose en vez
de flirtear con una mujer; y la impotencia crónica de un adicto al yeyo. Blanco
no disfruta del apartamento cuya hipoteca nunca terminará de pagar, pues desde
hace mucho tiempo no vive un año entero en un mismo lugar… ni tiene, miserable
y vagabundo, un techo y un trozo de leña ardiendo que llamar hogar. Blanco ha
perdido la mayor parte de sus dientes, y los que resisten son amarillos y
verdes. Blanco se la fuma en papel de plata, con cañita de plástico, debajo del
puente en el parque que fue río de la gran capital.
Y no siente nada
cuando lo hace. Y cuando no lo hace tampoco de sentir es ya capaz. No siente amor
y tampoco se odia. No siente hambre ni tiene más sed. Sólo ese frío
impertérrito de un millón de arrobas de hielo que le recorren, galopando con
sorna burlona a carcajadas letales, las arterias cada anochecer.
Y el mono. Sólo
desea volver.
En su memoria no
queda ni rastro del rostro dulce, casi angelical, de Naranja. Y ese gesto que
Blanco opinó que era sensual a pesar de estar muy lejos de serlo, cuando ella
destapaba no sin fuerza un tercio y se lo servía, helado como la noche de su
amor, haciéndole por dentro sonreír.
Y qué era la
risa, viéndose las mismas zapatillas con suelas rasgadas; las uñas negras; la
barba hasta el pecho blanca y rizada; sintiendo el olor propio como el espíritu
de todas las cloacas; durmiendo con cartones por mantas, sino un fantasma de
una vida que jamás Blanco se permitió vivir.
Blanco era
entonces la bandera pirata tendida sobre un lodazal.
Quinto Salto: un par de años después del
cuarto…
En el cementerio
de la ciudad el enterrador acaba de pintar, con uno de esos gruesos rotuladores
de inyección de pintura que usan los grafiteros, el nombre de Blanco sobre la
losa de cemento gris.
Al otro lado del
silencio nadie lo ha ido a visitar.
Y las llamas del
Abadón le abrasan la piel del alma…
Blanco se puso en pie sin probar la
línea de polvo que Negro hubo dibujado sobre la tapa del retrete para él.
- Mejor no,
Negro… - le dijo guardándose el billete tras aplanarlo en la cartera.
- ¿Por qué? –
Preguntó extrañado el otro con la muerte en los ojos y su guadaña trepando en
sus venas.
- Creo que es
mejor así tío… déjame salir, termínatela tú si quieres…
Blanco salió de la cabina y del aseo
y se fue a donde le esperaba su cervecita fría.
Sonrió ampliamente a Naranja, y ella
le devolvió la sonrisa:
- Has hecho
bien. – Le susurró sin que otros clientes pudieran oírla, cuando al ver sin
desencajar el rostro de Blanco comprobó que había pasado de meterse esa mierda.
Blanco sólo fue capaz de asentir con
el mentón, ruborizarse y retirar su tímida mirada.
Al cabo de un rato, Naranja con la
segunda y última cerveza para Blanco en la mano, le preguntó al cobrar la
consumición:
- ¿Te esperas a
que acabe el turno y nos damos una vuelta?
A Blanco se le aceleró el corazón,
pero acertó:
- Sí, por
supuesto… - “No bebas más”, se dijo observando ya sin vergüenza los ires y
venires de Naranja al otro lado de la barra, “que esta noche tienes algo mejor
que hacer, tío…” Sonrió al aire que el envolvía y se acordó de la música.
Un poco más tarde, antes de que
ambos durmieran, en el portal de Naranja se dio, ajeno al mundo y sus
mundanalidades, un épico beso de verdadero amor.
Y por amor fue que durmió esa noche.
Que aprobó aquel examen de segundo de dibujo técnico. Que construyó cien
puentes. Que habitó en el palacio de Naranja con sus hijos. Que jugó en el
parque con los nietos de los dos. Y que al morir, Azul, el más pequeño de
ellos, leyó un hermoso y emocionante panegírico que a todos nos hizo aparecer
lágrimas en los ojos.
FIN
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