“Un
sol de invierno se filtraba entre la foresta. Los huesos molidos por el viaje a
caballo desde Tierra Santa acompañaban en su padecimiento a la falta de sueño,
la comida escasa a esas alturas y los frescos recuerdos del superlativo de la
barbarie, contemplada y vivida en lo que siglos después los Hombres llamarían
“Primera Cruzada”.
Hans Gewälthen echó un último
vistazo a su diestra: el delgaducho de Lennart, su escudero, cabalgaba junto a
él, antes de que los ojos se le cerraran y se adormeciese aun encima de su ya
no tan espléndido corcel.
La voz de Lennart, minutos después y
cuando todavía no habían salido del bosque, le llegó lejana y velada… como en
un sueño donde todo se ve a través de una fina tela blanca. Quiso esforzarse en
contestar y regresar al plano de la consciencia pero, en lugar de ello, se
inclinó hacia la izquierda y cayó a las patas del caballo.
Estaban cerca de las tierras de sus
padres, pero no había nadie que pudiera asistirles en esos momentos allí.
Lennart ató a ambos caballos a la
rama de un árbol cercano y arrastró a su señor a las raíces de éste. El
murmullo de un río cercano le instó a buscar algo de agua con la que refrescar,
y devolver a la realidad, al cruzado desvalido.
El arroyo fluía ufano, como la
promesa de un mundo mejor, a unos cien metros de donde descansaba Hans. Lennart
abrió el odre rezando porque no se le despuntasen las costuras y permitió que
el agua, fría y cristalina, lo llenase hasta la boquilla. Bebió un largo trago
y se detuvo en seco ante un ruido fuera de lo común. En el bosque era muy
fácil, para un chico que se había criado en sus cercanías y jugado a matar el
tiempo entre sus troncos y copas, distinguir lo humano de lo animal… y casi
siempre lo primero era infinitamente más peligroso que el ataque de una bestia.
Lennart miró en derredor y, tras
otro sonido torpe de sarmientos quebrándose, aparecieron unos seis bandidos.
Patanes que se dedicaban al pillaje y la piratería en las sombras y claros del Oeste
de la Selva Negra.
Lennart desenvainó su espada corta y
dejó el odre sobre la arenisca depositada en la ribera. Los metales, cueros y
monturas del caballero y su paje serían un buen botín en ese invierno frío,
gris e indistinto que los ladrones vivían más cercanos a la vida salvaje que a
la civilizada dentro de los muros de las escasas ciudades.
Cuando las hojas del primer
enfrentamiento iban a chocar, un ruido que ninguno de ellos había escuchado
antes se oyó surcar primero el aire. Después, y tras lo que en el futuro
bautizarían como fogonazo, el cuerpo del patán caería muerto frente al atónito
escudero. Cinco fogonazos casi instantáneos después, los bandidos yacerían en
la yerba verde con grandes agujeros sangrantes en la espalda y el pecho, redondos
por los cuales podría pasar una mano atravesándolos.
Dos figuras altas, de tez pálida y
largos cabellos dorados, se alejarían entre los árboles ante la temerosa e
incrédula mirada del joven Lennart.
- Albaz… - musitaría.
Acto seguido, un disco luminoso y
brillante se alzaría sobre las copas, ya naranjas por el descenso del sol en el
Oeste, para desaparecer como un puntito de luz en el cielo.
Días después, y con sus puestos
restituidos en las tierras del Señor de Gewälthen, el escudero regresaría a
solas al lugar del avistamiento. Los cadáveres, de los que sólo quedaban los
esqueletos, habían sido devorados por los carroñeros… y Lennart descubriría la
cueva del portal, donde erigiría en secreto y ante el desconocimiento de las
autoridades católicas del Sacro Imperio Romano Germánico el templo al dios
Wurdiz, creyendo que había sido el destino quien había preescrito todo lo
acontecido…”
Mi abuelo solía contarme una y otra vez
esta historia; y no tuvo mucho significado para mí hasta el día anterior a su
muerte.
Este relato es en realidad el preludio de una novela que jamás se escribió y que se titulare "Alta traición", 2014.
Este relato es en realidad el preludio de una novela que jamás se escribió y que se titulare "Alta traición", 2014.
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