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6 de agosto de 2014

Relatos indultados: "Albaz"



“Un sol de invierno se filtraba entre la foresta. Los huesos molidos por el viaje a caballo desde Tierra Santa acompañaban en su padecimiento a la falta de sueño, la comida escasa a esas alturas y los frescos recuerdos del superlativo de la barbarie, contemplada y vivida en lo que siglos después los Hombres llamarían “Primera Cruzada”.
            Hans Gewälthen echó un último vistazo a su diestra: el delgaducho de Lennart, su escudero, cabalgaba junto a él, antes de que los ojos se le cerraran y se adormeciese aun encima de su ya no tan espléndido corcel.
            La voz de Lennart, minutos después y cuando todavía no habían salido del bosque, le llegó lejana y velada… como en un sueño donde todo se ve a través de una fina tela blanca. Quiso esforzarse en contestar y regresar al plano de la consciencia pero, en lugar de ello, se inclinó hacia la izquierda y cayó a las patas del caballo.
            Estaban cerca de las tierras de sus padres, pero no había nadie que pudiera asistirles en esos momentos allí.

            Lennart ató a ambos caballos a la rama de un árbol cercano y arrastró a su señor a las raíces de éste. El murmullo de un río cercano le instó a buscar algo de agua con la que refrescar, y devolver a la realidad, al cruzado desvalido.
            El arroyo fluía ufano, como la promesa de un mundo mejor, a unos cien metros de donde descansaba Hans. Lennart abrió el odre rezando porque no se le despuntasen las costuras y permitió que el agua, fría y cristalina, lo llenase hasta la boquilla. Bebió un largo trago y se detuvo en seco ante un ruido fuera de lo común. En el bosque era muy fácil, para un chico que se había criado en sus cercanías y jugado a matar el tiempo entre sus troncos y copas, distinguir lo humano de lo animal… y casi siempre lo primero era infinitamente más peligroso que el ataque de una bestia.
            Lennart miró en derredor y, tras otro sonido torpe de sarmientos quebrándose, aparecieron unos seis bandidos. Patanes que se dedicaban al pillaje y la piratería en las sombras y claros del Oeste de la Selva Negra.
            Lennart desenvainó su espada corta y dejó el odre sobre la arenisca depositada en la ribera. Los metales, cueros y monturas del caballero y su paje serían un buen botín en ese invierno frío, gris e indistinto que los ladrones vivían más cercanos a la vida salvaje que a la civilizada dentro de los muros de las escasas ciudades.
            Cuando las hojas del primer enfrentamiento iban a chocar, un ruido que ninguno de ellos había escuchado antes se oyó surcar primero el aire. Después, y tras lo que en el futuro bautizarían como fogonazo, el cuerpo del patán caería muerto frente al atónito escudero. Cinco fogonazos casi instantáneos después, los bandidos yacerían en la yerba verde con grandes agujeros sangrantes en la espalda y el pecho, redondos por los cuales podría pasar una mano atravesándolos.

            Dos figuras altas, de tez pálida y largos cabellos dorados, se alejarían entre los árboles ante la temerosa e incrédula mirada del joven Lennart.
- Albaz… - musitaría.

Acto seguido, un disco luminoso y brillante se alzaría sobre las copas, ya naranjas por el descenso del sol en el Oeste, para desaparecer como un puntito de luz en el cielo.

Días después, y con sus puestos restituidos en las tierras del Señor de Gewälthen, el escudero regresaría a solas al lugar del avistamiento. Los cadáveres, de los que sólo quedaban los esqueletos, habían sido devorados por los carroñeros… y Lennart descubriría la cueva del portal, donde erigiría en secreto y ante el desconocimiento de las autoridades católicas del Sacro Imperio Romano Germánico el templo al dios Wurdiz, creyendo que había sido el destino quien había preescrito todo lo acontecido…”

Mi abuelo solía contarme una y otra vez esta historia; y no tuvo mucho significado para mí hasta el día anterior a su muerte.

Este relato es en realidad el preludio de una novela que jamás se escribió y que se titulare "Alta traición", 2014.

 

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