Los páramos, silenciosos como el
vuelo de un búho antes de hundir sus garras en la presa, se desnudaron ante la
luz del sol en ese amanecer, frío y cerrado, del invierno más largo que el
Caballero pudo recordar. Su caballo relinchó; meneando la cabeza a ambos lados
con un resoplido de un vaho casi sólido; para quitarse la pereza de una noche
no tan larga como ambos, él y su amo, hubieran deseado.
-
Quieto… - le dijo el Caballero a su bestia, acariciando su cuello con la mano
derecha.
Ya estaba en sus lomos, con el cinto de la silla bien
atado, listo para comenzar el último día de búsqueda. Su búsqueda. La búsqueda
de todos… así era: en todos esos años siguiéndole los pasos, no sólo lo había
encontrado, sino que además se había hallado a sí mismo en esos recónditos, no
siempre luminosos, y a menudo solitarios, huecos del alma, el pensamiento y el
corazón.
El Caballero hoy sí sabía quién era. Y eso le daba
cierta ventaja sobre el otro… el enemigo.
Hasta ese abril, el pasado, no lo había visto. Se le
escapó no por poco, aunque fue realmente la única oportunidad real; aparte de
la mañana que a bien he venido a narrar; que tuvo de atraparlo. De darle caza.
De darle… muerte.
Le habían dicho de todo: alas plateadas y rojas;
cuernos por decenas sobre su testa de reptil; escamas duras y puntiagudas; una
cola terminada en “te” como la de los peces, letal y rápida como un látigo de
cuero… pero su visión superó toda expectativa, leyenda y mentira sobre él. El
enemigo era más grande, más feroz, y más destructivo, que todo cuanto la
palabrería o el mal llamado “saber popular” pudieran decir de él.
Una gran bola de fuego. Sólo eso quedó de la aldea a
la que atacó aquel abril de crisantemos en flor, abril mantenido fresco cada
instante sobre su caballo, en el gélido glaciar y en el ardiente desierto, en
su vengativa memoria.
-
¿Puedes olerlo, verdad? – Preguntó a su caballo. - ¿Puedes sentir su
presencia…? – Se preguntó a sí mismo al tiempo que su espuela, suavemente,
obligó al equino a avanzar.
La entrada a su cueva, a su guarida,
le asemejó la puerta al Hades… y los sonidos del viento que la recorrían y
hasta él llegaban como silbidos, le parecieron los gemidos de las almas en pena
de un Inframundo al que estaba dispuesto a viajar…
-
Sólo si él se viene conmigo.
Una ráfaga de ese bramido espectral
hizo ondear su melena rubia. De la barba y el bigote le colgaban pequeños
témpanos por el frío nocturno y matinal en esas lejanas tierras del norte. Sus
ojos azules, del más azul de todos cuanto la Naturaleza se vio
inspirada a crear, se clavaron en la densa oscuridad de la gruta en la roca
gris y parda. El caballo se detuvo… no deseaba seguir, no al menos por allí. Y
el Caballero tampoco quiso obligarle a que le acompañase en su internación a
las entrañas del mundo… así, se apeó y crujió vértebras y huesos en su espalda;
se ciñó cuanto pudo la coraza y desenvainó espada; asiendo la rodela de su
abuelo con el guantelete izquierdo, susurró algo que sólo el equino recordará,
y se encomendó a los dioses, moradores de Asgaard.
No supo por qué, pero habiéndose
solo y en tinieblas, con sus ojos acostumbrados a la falta de sol adaptándose
todavía a las sombras, pensó en todos aquellos dragones que todavía asolaban,
con mayor o menor frecuencia, una tierra que ya no les pertenecía… éste sería
el primero que el Caballero cazaría, y el único tal vez, puesto que era el
único que él deseaba matar… sin quererlo tampoco, dijo en voz alta al silencio
roto por esos silbidos de ultratumba:
-
¿Por qué tuviste que atacar precisamente aquel pueblo…? – Y su mente viajó,
acelerando su pulso y subiendo sus niveles de adrenalina, al momento en que la
perdió…
Iban a casarse. Había pedido ya su
mano. Y aquella bestia, aquel ser infame y destructor, atacó su pueblo cuando
los hombres habían salido de caza en el tiempo de la cría del ciervo. Los
bosques más meridionales se atestaban de ese herbívoro, y los hombres
regresaban a los pueblos medios con kilos y kilos de carne que las cocineras
sazonaban y preparaban para guardar durante los tiempos difíciles: los
inviernos interminables de ese lado oscuro del mundo.
Su rostro, el de la amada, era tan
bello como el primer rayo de sol de esa misma mañana. Sus cabellos eran negros,
casi violetas, y rizados como torbellinos de aire caliente que asciende a la
morada celestial. Sus ojos verdes, del color de algunas hojas en primavera. Y
sus labios, oh sus labios: jamás el frenesí tuvo más dulce hogar.
Avanzó por mera intuición cazadora
por la garganta de piedra, tropezando en algún momento con una estalagmita o
saliente de aragonito blanco. Hasta que lo detuvo el sonido del respirar del
enemigo…
-
Aquí estás… - le dijo para que el animal supiera que él se encontraba allí.
El dragón, de grotescas dimensiones,
vestido de escamas grana y verde, levantó su cuello y lo miró fijamente. En su
mirada de reptil, con esa pupila vertical negra distinguida en medio del
fulgurante círculo amarillo, que brillaba con luz propia, el Caballero
distinguió algo que no debía estar allí… no había rabia, ni violencia, ni odio…
había, ¿temor?
El dragón suspiró con un resoplido
cuyo hálito caliente llegó hasta el hombre espada en alto.
-
¿Qué ocurre…? ¿Qué pretendes, bestia inmunda? – Preguntó y la bestia inmunda
con un gesto casi humano, girando su cuello y apuntando con su hediondo y
despiadado hocico provocó al Caballero a dirigir su mirada hacia allí.
En un lecho de piedra, junto a su
cola, descansaban unos huevos rotos… eran tan grandes como un hombre de mediana
estatura; y cuatro dragoncillos, con una espesa capa de un elemento viscoso que
el Caballero desconocía rodeándoles por completo, se movían a duras penas.
El Caballero se situó más cerca. En
ningún momento bajó la guardia por lo que el enemigo, o la enemiga ahora,
pudiera hacerle… las crías lloraban con un gemido extraño, era casi un ladrido
de un perro chiquitín… y el corazón del Caballero dejó de latir con la
frecuencia de alerta de unos pasos más atrás. Relajó los músculos de los
brazos, la espalda y las piernas al fin. Respiró profundamente y se debatió un
segundo, un trágico y eterno segundo, pensando en sus dos opciones: rebanarle
el cuello a la madre cansada y matar a los cuatro “polluelos” indefensos, dando
por consumada su venganza, o…
-
Grande es el destino. – Dijo mirando al cielo abierto, despejado, azul pero
menos que sus ojos, con un sol invernal y frío dominándolo todo.
Subió a su caballo y se dio la
vuelta, para alejarse cuanto más de aquella cueva mejor. Y una voz en su cabeza
resonó procedente de lo más profundo de la gruta…
-
Gracias…
Era una voz femenina, emocionante y
emotiva, casi a punto de llorar.
Era la voz de la dragona… era la voz
de su difunta amada… era su propia voz, agradeciéndole no proseguir con la
barbarie. No añadir más dolor al dolor. No más violencia. No más sangre…
Era la voz de la gratitud por el perdón.
The Wisdom of the Kings. Rhapsody.
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