Este relato lo escribí en marzo de 2005, el último mes de carrera... no sé si lo hice aquí en Caudete o todavía en Valencia... espero que os guste folks!
Luz
se volvió a maquillar, le sentaba muy bien el pintalabios, el colorete... y
todas esas cosas; debajo de su maquillaje, que se difuminaba con sus lágrimas,
el terror.
Hubo un tiempo en el cual Luz tuvo
sueños, esperanzas, tuvo una vida y en esa vida era feliz. Ahora, los recuerdos
de una adolescencia ufana se quedaban en el pasado que, sin duda alguna, fue
mejor. Me hubiera gustado tener brazos y estrecharla fuerte contra mi pecho,
hubiera querido ser su amante, su amigo, la hubiera convertido en una
princesa...
El maquillaje no era suficiente,
nada es suficiente para tapar el silencio, pues se rompe consigo mismo, al
pronunciarlo en el vacío. Mordía su labio inferior intentando dejar de llorar
otra noche más. Y se cubría los preciosos ojos verdes con oscuras gafas que
denotaban la ausencia de su propio ser, no era ella la que estaba viviendo esas
pesadillas, no fue ella desde que se casó con él. Hubiese matado yo por no
verla así, y contado uno por uno los lunares de su cuerpo. Su flequillo rubio
era largo, y rizado en tirabuzones imperfectos que la hacían más bella si cabe,
éste también era un escudo con el cual acallar sus voces. Se escuchaban éstas,
implacables, en bares y cafeterías donde las señoras de bien toman café y pastas
de coco. Pero había una voz que sólo susurraba, lamentándose en su desdicha,
que no podía hacer frente a tal vorágine de sandez: la voz de Luz, que un día
fue mágica. Se levantaba de su silla y se ponía la rebeca gris que le regalaron
por su cumpleaños hace ya tiempo, como símbolo de su negación. Encendía uno
tras otro esos cigarrillos que ennegrecían su interior, un interior marcado por
los golpes de un monstruo terrorífico a la que ella solía llamar “cariño”,
antes de salir de su habitación y dejarme solo en la cómoda, se percataba de
que el que maltrata estuviera tan borracho que no pudiera ni hablar. Abría la
puertecilla chirriante apenas unos centímetros, y con el mínimo ruido, luego
salía evitando gritos desgarradores que provenían de un cansado sillón, para
trabajar en un apartamento burgués, limpiando el polvo que tragaba sin
rechistar, a cambio de los duros que su verdugo gastaba en el mal. Recuerdo que
antes tenía el paso firme, y sus tacones altos volvían locos a los muchachos
del barrio que soñaban con conquistar su gran corazón, ahora unas zapatillas
blancas deambulaban inertes por un viejo salón, para perderse entre las brumas
necias de los callejones de la desidia.
El ogro roncaba como una bestia, y
la televisión emitía esos desastrosos sonidos de vergüenza y repulsión.
Mientras yo me iba apagando suavemente, aromatizando una vida llena de hedor;
mientras iba muriendo mi fuego y mi humo se entristecía en mi interior. Me
dormía a veces pensando que Luz y yo estábamos juntos... pero al despertar me
daba cuenta de que Luz ya no tenía luz. Y que la sombra de la violencia y el
miedo velaban los carretes del júbilo y la juventud.
Había sido así siempre, una vez tras
otra. Las noches llegaban eternas a nuestra habitación, la obligaba a meterse
con él en la cama... pero no tenía potencia el muy cobarde, sería de tanto
alcohol, y la pegaba. No recuerdo muy bien cuándo fue la vez que dejó de gritar
cuando esto sucedía, cansada de que su poder se viera anegado por falta de
pericia, de amor, de sensibilidad, de certeza y por los caprichos inanes del
destino fatuo que la llevó a morir por dentro, como moría. Nadie quería
escuchar el terror, los oídos se volvían sordos con la costumbre, y los vecinos
no hablaban porque no tenían ganas, porque la indiferencia venció el honor,
porque a nadie le importaba si Luz se había apagado entre las llamas de la
ineptitud. Cuánto hubiera llorado por su nombre si tuviera ojos...
Un día no volvió pronto del trabajo,
un día tuvo algo que decir... regresó a casa más tarde de lo normal y, mientras
ese ser sin escrúpulos, impío, malnacido y cabrón no cesaba de gritar con una
garganta que debió ser sesgada hacía ya demasiado tiempo, escondió afanosa y
con disimulo un papel en mi cajón. No describiré los golpes, no las palabras
aterrorizadas de Luz, no diré nada... sólo quedó el silencio tras un fuerte
portazo bañado en alcohol, sólo permaneció el llanto apagado entre jirones de
sábanas manchadas de sangre, sólo un sonido gutural y vacío en un éter
cohibido, en un soplo vano de inconsciencia, de estupor y malicia, de
agresividad incontenida, de los clavos de una cruz.
Cuando Luz se durmió echa un
pingajo, y las lágrimas dieron paso a las pesadillas y los despertares de sudor
frío, agonizantes en noches de tristeza infinita que no han de volver, leí el
papel que había dejado Luz en mi interior, entre barritas de incienso, había
denunciado por sexta vez al hombre bestia con el que yacía en un matrimonio
horrible, tal vez ésta sería la buena, pensé.
Luz no pudo ir a trabajar al día
siguiente, ni si quiera podía levantarse del sucio lecho para ir al hospital y
que sanasen sus heridas físicas, otras no podrán sanar. No hizo café, no esperó
en la cocina ni preparó comida alguna, sólo murmullaba para sí palabras
inconcebibles, inaudibles para otros, incluso para mí; y su voz se tornó un
hilillo constante de susurros y quejidos hasta desaparecer para luego volver.
A eso del mediodía, unas llaves se
movieron tras la puerta que da al exterior... y en su mirada el pánico, pavor
único que inspira desconfianza y brutalidad marital. Cogió una silla, la
primera entre una y el Infierno, apostó la puerta chirriante de su habitación
loca, y cogió un teléfono que pedía a gritos ser utilizado para el bien,
mientras la bestia inhumana golpeaba pidiendo algo que saciara su hambre una
puerta marchita, un umbral de codicia violenta: “me va a matar”.
Dicen que el tiempo es relativo, que
pasa más deprisa o más despacio según el contexto y la práctica: se hicieron
sempiternos los minutos que separaron la respuesta y la llamada. Voces de mando
surgieron de las ubres del pasillo, y entraron rompiendo la madera que las
separaba de lo más insano del instinto, llevándose consigo a un hombre
enloquecido, asistiendo a una mujer que ya no sabía si era una mujer o era una
mierda. No volví a ver a Luz hasta varios días después, encendió mi fuego y
sonrió mirando por la ventana, los moratones y las cicatrices estaban mejor...
limpió con la ayuda de una prima la casa, y tiró a la basura todo aquello que
pudiera recordarle al bárbaro incivil: ropas, relojes, fotos, sombras, fieras;
útiles, inútiles, cosas, recuerdos, sangres y latas de cerveza.
A quien no he vuelto a ver en meses
es a él. Y río cada vez que se despierta Luz en un lecho cambiado, en una casa
diferente, en un aire impregnado de olvido y nuevos colores. Perfumo ahora una
casa donde hay dicha.
Luz no volvió a maquillarse, y cortó
sus tirabuzones rubios para dejar al descubierto su bello rostro de mujer
libre, su mirada era ahora del verde de los campos de trigo cuando florecen; y
su ego resplandece en el piso con vida que antes sólo databa muerte.
Y su rebeca gris no ha salido del
armario nunca, hoy una cazadora vistosa, de cuero negro y tachuelas en las
mangas, unos vaqueros ajustados que la hacen más esbelta, unos tacones que
pisan fuerte por donde pasan, y el suelo mismo tiene miedo a romper la magia de
su figura al andar; y las cotorras de las cafeterías callan, y Luz ha
recuperado la luz con la que toda mujer ha de brillar, pues son los seres más
maravillosos que han podido pisar esta cruel tierra.
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