Maestro Sol sonrió al valle. Mojó su cepillo de dientes en
la cascada que podía verse desde el campanario de la única iglesia del pueblo.
Se los lavó y, ayudado por el frescor del viento, formó la primera brisa de la mañana…
la misma que hacía de las mejillas de Zara dos redondeles de cartón.
Zara esa mañana, como casi todas las demás en primavera,
marchaba bien temprano junto a sus amigos y amigas al colegio.
Antes de entrar en clase de matemáticas se despidió de Anika,
su vecina más próxima y mejor amiga desde que ambas tenían uso de razón. Ésta
le sonrió dejando ver la reluciente fila de ‘brackets’ que sujetaban sus
dientes.
Después de matemáticas, lenguaje y conocimiento del medio,
Zara recogió sus cosas y salió para ir a comer a casa como el resto de sus
compañeros. En esas dos horas le daba tiempo, incluso, de jugar un rato con
Sandalia, su perrita blanca y negra de raza mezclada y desconocida.
Durante la comida su madre le recordó que irían a la
peluquería nada más salir del cole, por lo que iría a recogerla allí. Zara se
dijo a sí misma que debía avisar a Anika, puesto que las dos amigas habían
quedado esa tarde para intentar atrapar las primeras luciérnagas de la
primavera y, debido a lo de la peluquería, tendrían que quedar un poquito más
tarde… “es casi mejor”, pensó Zara, “cuando anochece es cuando más salen…”
Una vez en el pasillo de las aulas informó a Anika del
cambio de planes: Zara se pasaría por su casa tras cortarse el pelo – rizado,
largo y castaño – para hacer juntas los deberes y luego ir al pantano que se
situaba a tres o cuatro bancales del jardín de los padres de Anika.
Al pantano se accedía por una estrecha senda escoltada por
romeros y manzanilla. Anika felicitó de nuevo a Zara por el bonito peinado que
se había hecho, cuyos tirabuzones subían y bajaban a cada paso que daba sobre
la arena. Maestro Sol se diluía, anaranjado, tras las montañas grises del
oeste. Y unas nubes azules y negras presagiaban que podría llover al día
siguiente. No hacía ni pizca de viento y todo olía a húmedo y a nuevo por allí.
¡Era la tarde perfecta para cazar luciérnagas!
Las dos se descalzaron antes de adentrarse en la junquera.
No querían mancharse de barro las zapatillas y los calcetines. Fue Anika la
primera en distinguir el vuelo, irregular y nervioso, de los insectos con luz
propia. Parecían bombillas danzando entre los altos, delgados y verdes tallos
del junco. Con sumo cuidado, aguantando incluso la respiración, colocó ante sí
sujeto con ambas manos el tarro esférico abierto: en un abrir y cerrar de ojos
hasta tres luciérnagas se colaron dentro de él. Anika sonrió ampliamente; y
Zara le devolvió el cómplice gesto.
Una brisa helada, como un escalofrío, recorrió entonces la
espalda de Zara, haciendo que los pelillos de la nuca se le pusieran de punta
así como la piel de la carne de gallina. Giró su vista en dirección al árbol
que daba cascabeles, y éstos comenzaron a tiritar, temblando igual que ella,
haciéndose sonar. Su música, que normalmente era graciosa y armónica, sonaba
tétrica ahora. Cuando Zara fue a abrir la boca para preguntar a Anika si ella
era capaz de sentir lo mismo, algo en la superficie del pantano que tenían
frente a sí la detuvo, comiéndosele la lengua:
Una burbuja de un feo color marrón se hinchaba como un
globo en esos momentos. Zara dio un paso hacia atrás; en cambio Anika se quedó
petrificada, tal vez por el miedo que estaba sufriendo ante ese hecho insólito.
Cuando la burbuja pestilente ascendió sobre las aguas, Zara
salió corriendo gritando a su amiga que hiciera lo mismo. Las luciérnagas del
pantano se apagaron todas al mismo tiempo, quizá presintiendo el peligro. Zara
fue cerrando su tarro redondo mientras corría con la enorme tapa de corcho;
olvidando en su huida los calcetines y los zapatos.
Como no miró ni una sola vez atrás, no pudo ver lo que a
Anika le estaba sucediendo: la burbuja se detuvo un instante frente a la niña.
Tras examinarle de ese modo, estando ella todavía paralizada, la fue
envolviendo despacio. Engullendo a Anika, que parecía presa de un sortilegio.
Una vez la tuvo dentro, la pompa explotó, quedando Anika cubierta de los restos
de ese líquido apestoso y viscoso.
Pero ya no era Anika, sino El Monstruo.
Contaban los cuentos que, cada cierto tiempo, El Monstruo
buscaba un cuerpo que le gustase para habitar en él; y de esa forma, tratar de
atemorizar al pueblo para hacerse dueño de él. Pues El Monstruo era muy
poderoso y todo el mundo le temía por el daño que éste le pudiera hacer.
Zara llegó a su casa llorando, tarro en mano, y con la
respiración entrecortada por el miedo y el esfuerzo.
Continuará...
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